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sábado, 23 de enero de 2010

LA CAÍDA. LA ROTURA. LA AGUJA.











Después de 23 días de constipado, pasados los últimos días en que su garganta no podía emitir sonidos, ni hablar, debido a la inflamación de las cuerdas vocales, el día comenzó entre gris y despejado. Había previsto que la lluvia hiciese acto de presencia. Pero él necesitaba moverse, hacer ejercicio, ya que había pasado los 23 días constipado sin apenas hacer movimiento alguno. Su colesterol debía estar a punto del infarto. Su hipertensión mejor ni mirarla. Estaba claro que tenía que caminar, ponerse en movimiento y hacer ejercicio por esas sendas de monte que rodean el litoral cartagenero.
Su amigo el Sabio Borriquete, le había hablado de un trayecto de senderismo que él hizo hacía poco, que comprendía unos quince quilómetros o veinte, y que partía de la playa del Portús en Cartagena y llegaba hasta La Azohía. Según Borriquete, tardaron en recorrerlo unas diez horas.
Pero él no podría dedicar tanto tiempo, ya que al no gustarle madrugar, solo dispondría de un máximo de unas cinco o como mucho seis horas. Al final solo de cinco.
Llegó al lugar de partida y se puso en marcha a las 12,30, calculaba que dentro de dos horas y media debía retornar desde el punto al que hubiese llegado, para dedicarle otras dos horas y media al camino de vuelta, alcanzando así el lugar donde había dejado el coche, con al menos, una hora antes de ponerse el sol.
La noche anterior, calculó en los mapas de su GPS de montaña la distancia que recorrería en cinco horas, podría ser unos quince kilómetros, siete de ida y otros tantos de vuelta. Podría llegar hasta el cuartel abandonado de Boletes, ahora restaurado por un particular. Y podría si le sobraba tiempo a la vuelta, subir hasta la punta de La Muela. Dicho pico montañoso se hallaba a quinientos veinte metros de altitud.
Pero la situación se le complicó nada más dejar atrás la punta costera de El Portús. La senda se le había perdido. Su GPS le indicaba el sendero de GR, pero mucho mas arriba de donde él se encontraba. No veía cual era el atajo para llegar al sendero indicado en el GPS. Ya le había hablado su amigo Borriquete que por allí era muy dificultoso el trayecto, pues la senda se perdía y no había forma de encontrarla.
Trepó por zonas inaccesibles de monte, agarrándose con sus manos a cualquier rama. Una de estas tenía pinchos, y se clavó varios. Con mucho trabajo, peligro y dificultad en el ascenso, por fin encontró la senda del GPS. Caminó una hora por ella sin muchos problemas. La altitud solo era de unos cien metros. Abajo se divisaban los acantilados del Portús. La Isla de los Colomos aparecía como una aparición allá a lo lejos, frente al cabezo de Roldán.
Ya llevaba unas dos horas caminando. De vez en cuando paraba para hacer alguna foto al paisaje acantilado. Los montes lejanos junto a la costa, mezclados con los mas próximos daban imágenes espectaculares. Mas que imágenes parecían postales sacadas de la Naturaleza.
Aquel día no se llevó su mp3. Prefería oír el sonido de la propia Naturaleza. O el silencio.
Marchaba solo, con su mochila, en la que llevaba agua, bebidas isotónicas y barritas energéticas. También llevaba una goma, por si tenía que hacerse un torniquete. Algunas vendas. Esparadrapo. Desinfectantes. Y una pomada para los esguinces. Caminaba con mucho cuidado, despacio, asegurando la pisada antes de levantar el otro pié. Era una medianamente previsora y responsable.
Le faltaba aún un largo trecho para llegar al collado de La Aguja. Esta era un pétreo monolito de piedra que a modo de islote se hallaba junto a los acantilados, al pié de un alto collado de unos doscientos y pico metros de altitud junto a la mar.
Pero no llegaría al cuartel de Boletes, ni siquiera al collado de La Aguja. En uno de los descensos abruptos con mucha pendiente. Sin darse cuenta sucedió lo inevitable. Su pierna izquierda resbaló, mientras la derecha quedó retorcida. Escuchó un ruido como si una tela se hubiese roto. Era su muslo. El músculo se había distendido al quedar doblada la pierna cuando resbaló y cayó hacía atrás. Con el talón de su propio pié se había dado un golpe en la espalda a la altura de los riñones. Mientras sus costillas flotantes durante la genuflexión de la caída se le habían clavado en la zona del hígado. Quedó en esa postura unos segundos. Mientras su cerebro pensaba que de tener una rotura muscular después de dos horas de trayecto de monte muy difícil, yendo solo como iba, no podría volver por sus propios medios. Si tenía que pedir ayuda con su teléfono móvil, tal vez no tuviese cobertura. Y si la tenía, de allí solo podían evacuarlo en helicóptero. Si ello ocurría, le cobrarían el rescate a precio de oro. Él vivía con su modesta economía de supervivencia al día. No tendría para pagar rescates.
Poco a poco y con mucho cuidado no lastimarse mas fue haciendo un recuento de los efectos del percance. Pudo incorporarse. Le dolía mucho el músculo del muslo derecho. También el costado a la altura del hígado. Se habría roto algunas fibras musculares y se habría hundido alguna costilla flotante. Pero no era grave, si en caliente se echaba alguna crema contra los esguinces. Buscó desesperadamente la crema. No aparecía. Sin crema no podría volver. El dolor era terrible. Desalojó todo lo que llevaba en el bolsillo auxiliar de su mochila. Y por fín encontró la tan deseada crema anti-esguinces. Se bajó los pantalones. Se echó bastante crema. Masajeándose el músculo que le dolía. Se colocó dos rodilleras que llevaba en la mochila. Y se encomendó a la Providencia para salir de allí por su propio pié sin ayuda exterior. Comenzó a caminar. El primer trecho de la vuelta era un desnivel de unos cien metros abruptos y muy verticales. Menuda faena para su pierna jodida. Pero estaba vivo. Había tenido suerte de no romperse un hueso. Ni tampoco la cabeza. Con calma, con ayuda de su confianza en si mismo, comenzó el retorno.
Curiosamente, las dos horas que le ocupó llegar hasta allí estando sano, las convirtió en solo hora y media de retorno. No quería que se le enfriase la herida muscular. Tampoco que se le hiciese de noche. Llegó a las tres y media de la tarde, casi las cuatro.
Su pierna se había portado bien. Ahora quedaba otro obstáculo. Conducir. Debía hacer unos sesenta kilómetros o setenta conduciendo hasta llegar a su casa. Y el pié en el acelerador era un martirio. Pero aguantó.
Cuando llegó se comió un plato de paella hecha en el microondas el día anterior. Estaba mas buena que ayer. Repuso fuerzas. Se volvió a echar la crema para esguinces. Había comprado otro tubo de crema para tener reservas en una farmacia de guardia que encontró al paso. Solo costaba dos euros la crema. Tenía un nombre raro, algo así como flogoprofen. Bendita crema y bendita confianza en si mismo. Solo había conseguido salir de aquel trance.
Ahora tocaba descansar. Al poco tiempo sonó el teléfono. Era su amigo Borriquete. Lejos de importunarle el descanso, a él le parecía estupendo que alguien le llamase casi todos los días. Pues además de poder escuchar a su amigo Borriquete y enterarse de noticias relacionadas con la pesca submarina, poder hablar era señal de estar vivo.
Si nadie le llamase, tal vez podría pasar a engrosar las listas de estadísticas de personas que desaparecen y al cabo de mucho tiempo es cuando les echan de menos. Estaba de suerte, para eso tenía una amiga y un amigo. Respecto a él, esas desgraciadas estadísticas de personas solas que desaparecen y nadie les echa de menos, se iban a ir al garete. Bastante tenía con su mala racha de enfermedades y percances.
Miró fijamente recordando la estampa de aquella pieza de hierro oxidado. Era lo que quedaba de una antigua grúa que había en lo que antes era un pequeño embarcadero de las casas de pescadores de El Portús. Alguien había dejado unas flores y un lazo, atados a los restos de aquella grúa. Lo poco que quedaba de ella. Las flores parecían naturales. El oleaje las mantenía vivas.
Tal vez algún fallecido en aquella zona era recordado por sus seres queridos. Aquello tenía alma. El resto de la grúa oxidada era como una tumba. Una reliquia que albergaba un sentimiento convertido en ofrenda floral. El oleaje respetaba aquella ofrenda, mientras destrozaba las rocas que protegían las casas de pescadores. Antiguas casas de pescadores ahora remozadas y renovadas. Parecía como si la mar supiese respetar las ofrendas a los muertos.

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