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domingo, 24 de enero de 2010

ACCIDENTE Y RESCATE EN EL MONTE ROLDAN.












En la prensa de hoy venía una escueta nota sobre el accidente y posterior rescate de una senderista en el Monte Roldán, en Cartagena. Rescatan a una senderista en El Roldán
El día anterior, él había tenido un pequeño accidente en la sierra de La Muela. Afortunadamente pudo salir por su propio pié, pero por unos instantes pensó que tendrían que rescatarle en helicóptero.
Aquel día, después de curarse sus heridas musculares y contracturas, de resultas de la caída, decidió salir nuevamente a hacer senderismo, encarando uno de los picos mas altos de las proximidades de Cartagena, el Monte Roldán, de unos 478 metros de altitud.
Inició la marcha a las catorce horas. Provisto de su GPS, su mochila y una pequeña rama de eucalipto, que un día encontró en otra excursión de senderismo, y que utilizaba como apoyo para evitar caídas, resbalones y esguinces.
Aunque sentía aún el dolor muscular de la caída del día anterior, no se amedrantó por ello, y pensó que calentar sus heridas musculares mediante el ejercicio, tal vez sirviera para agilizar la curación.
No había andado ni media hora, cuando se topó en el camino un numeroso grupo de senderistas, en donde predominaban las personas de edades avanzadas, próximas a los sesenta años. También se encontraban en aquel numeroso grupo personas mas jóvenes.
El grupo de excursionistas estaban sentados a la orilla del camino y se disponían a reponer fuerzas tomando unos bocadillos y alguna bebida. Él cogió la senda mas directa para acceder al Monte Roldán, que gracias al GPS, pudo identificar, pues no estaba bien señalizada a pesar de ser la vía mas corta aunque con mas pendiente. A poco de comenzar aquella senda estrecha y empinada, se encontró a unos senderistas que acompañaban a una chica que se encontraba sentada en el suelo y con el cuerpo cubierto por una manta térmica de aluminio. Hacía aquella mañana un viento que iba arreciando de levante norte y poco a poco la temperatura iba descendiendo conforme ascendía aquella montaña. Iba acercándose al grupo que acompañaba a aquella chica, y desde lejos sintió que el corazón le daba un vuelco. Advirtió que la cara de aquella chica herida, era idéntica a la de su hija mayor. Se fijó en el chico que junto a ella le acompañaba, también se parecía al novio de su hija mayor. Sabía que su hija aquel día iba ha hacer senderismo, pero la ubicaba en otro lugar muy distante de aquel. Si aquella era su propia hija, era por que había cambiado los planes de excursión previstos. Afortunadamente cuando estuvo al lado de la herida, se dio cuenta que no era su hija, ni el chico era el novio de ella.
Preguntó qué había pasado. Y le dijeron los acompañantes que se había torcido un tobillo y que estaban esperando a los bomberos para que la rescatasen. Les preguntó también si llevaban vendas, y le contestaron que llevaban de todo, que ya le habían inmovilizado la pierna, y que lo único que no tenían era un helicóptero.
Siguió avanzando por la estrecha y empinada senda, que en algunos tramos avanzaba en zig zag. Cuando llevaba una hora de camino, ya había alcanzado la cima del monte en donde se encontraba una edificación militar abandonada hacía ya varios años y que en sus tiempos albergaba varios cañones vickers.
Tomó algo de alimento, barritas energéticas y bebidas isotónicas. Visitó las distintas partes de la fortificación militar. Y se dispuso a iniciar el descenso bordeando el Monte Roldán por su parte sur, por uno de los caminos para vehículos abandonado ya, que en sus tiempos era utilizado por los militares. Fue entonces cuando el ruido del rotor de un helicóptero atrajo su atención. El vehículo avanzaba por el aire a toda velocidad, escudriñando el monte para buscar probablemente a la herida. Dio muchas vueltas, dejó en el suelo a una persona que avanzaba por la senda del monte desorientada, como buscando a la herida. Mientras el helicóptero se alejaba para posarse en el aire sobre determinadas zonas, tal vez buscando un lugar donde aterrizar. Pero viendo que no lo hacía, él se alejó de allí, ya que la hora era apremiante, eran casi las cuatro de la tarde. La herida llevaría ya casi tres horas o mas esperando ser rescatada. A no ser que ya hubiese sido rescatada por los bomberos y el helicóptero hubiese hecho el viaje en balde. Sea como fuere, existía una gran imprecisión, imprevisión y descoordinación, por parte de los organizadores de aquella excursión, o de los rescatadores.
Curiosamente, en una excursión tan organizada, si hubiesen llevado una camilla de material ligero, plegable, tal vez la larga espera de la chica, no hubiese durado ni quince minutos. No sabía si existían camillas plegables de carbono. Un material superligero y resistente. Pero probablemente existieran y su uso debiera ser obligatorio para excursiones con mas de dos personas.
Le quedaban solo dos horas para ponerse el sol. Había dejado el coche en el parque de Tentegorra, y aunque decía un cartel que cerraban a las diez de la noche, no estaba muy seguro que no lo hiciesen al ponerse el sol. Si ello ocurría su coche quedaría dentro del parque y no podría retornar a su casa. Debía darse mucha prisa.
Bordeó el monte divisando un bonito paisaje entre la bruma de nubes bajas que amenazaban lluvia. Unas pequeñas gotas dispersas que apenas se notaban cayeron. Se puso su gorro de lana para evitar el frio e aquella agua nieve que caía. Y aceleró el paso. Llevando mucho cuidado no dar un traspiés y romperse un tobillo como le había ocurrido a aquella chica.
Cuando llegó al parque, oyó una voz por los altavoces, que decía que el parque cerraría a las seis de la tarde. Se puso nervioso, el sol estaba a punto de ocultarse, pensó que serían ya las seis y debería salir de allí rápidamente para no quedar encerrado con su coche. Menos mal que no había tardado unos minutos mas, pues el cartel anunciando el cierre del parque a las diez de la noche, no solo era incierto, sino además traicionera Probablemente esa fuese la hora de cierre en verano. Pero en invierno no era así. Deberían actualizar el cartel con el cambio de estación.
Puso el coche en marcha y volvió a su casa. Después de ducharse, se comió la última ración de paella hecha en el microondas. Estaba riquísima, mejor que las de los dos días anteriores.
Había cumplido objetivos. La caminata de casi cuatro horas por el Monte Roldán habría bajado sus niveles altos de colesterol y su hipertensión. Afortunadamente se encontraba casi bien de los efectos de la caída del día anterior. Y mas afortunadamente aún había vuelto a su casa sin tener accidente alguno. Era una persona con suerte, aunque estaba solo.





sábado, 23 de enero de 2010

LA CAÍDA. LA ROTURA. LA AGUJA.











Después de 23 días de constipado, pasados los últimos días en que su garganta no podía emitir sonidos, ni hablar, debido a la inflamación de las cuerdas vocales, el día comenzó entre gris y despejado. Había previsto que la lluvia hiciese acto de presencia. Pero él necesitaba moverse, hacer ejercicio, ya que había pasado los 23 días constipado sin apenas hacer movimiento alguno. Su colesterol debía estar a punto del infarto. Su hipertensión mejor ni mirarla. Estaba claro que tenía que caminar, ponerse en movimiento y hacer ejercicio por esas sendas de monte que rodean el litoral cartagenero.
Su amigo el Sabio Borriquete, le había hablado de un trayecto de senderismo que él hizo hacía poco, que comprendía unos quince quilómetros o veinte, y que partía de la playa del Portús en Cartagena y llegaba hasta La Azohía. Según Borriquete, tardaron en recorrerlo unas diez horas.
Pero él no podría dedicar tanto tiempo, ya que al no gustarle madrugar, solo dispondría de un máximo de unas cinco o como mucho seis horas. Al final solo de cinco.
Llegó al lugar de partida y se puso en marcha a las 12,30, calculaba que dentro de dos horas y media debía retornar desde el punto al que hubiese llegado, para dedicarle otras dos horas y media al camino de vuelta, alcanzando así el lugar donde había dejado el coche, con al menos, una hora antes de ponerse el sol.
La noche anterior, calculó en los mapas de su GPS de montaña la distancia que recorrería en cinco horas, podría ser unos quince kilómetros, siete de ida y otros tantos de vuelta. Podría llegar hasta el cuartel abandonado de Boletes, ahora restaurado por un particular. Y podría si le sobraba tiempo a la vuelta, subir hasta la punta de La Muela. Dicho pico montañoso se hallaba a quinientos veinte metros de altitud.
Pero la situación se le complicó nada más dejar atrás la punta costera de El Portús. La senda se le había perdido. Su GPS le indicaba el sendero de GR, pero mucho mas arriba de donde él se encontraba. No veía cual era el atajo para llegar al sendero indicado en el GPS. Ya le había hablado su amigo Borriquete que por allí era muy dificultoso el trayecto, pues la senda se perdía y no había forma de encontrarla.
Trepó por zonas inaccesibles de monte, agarrándose con sus manos a cualquier rama. Una de estas tenía pinchos, y se clavó varios. Con mucho trabajo, peligro y dificultad en el ascenso, por fin encontró la senda del GPS. Caminó una hora por ella sin muchos problemas. La altitud solo era de unos cien metros. Abajo se divisaban los acantilados del Portús. La Isla de los Colomos aparecía como una aparición allá a lo lejos, frente al cabezo de Roldán.
Ya llevaba unas dos horas caminando. De vez en cuando paraba para hacer alguna foto al paisaje acantilado. Los montes lejanos junto a la costa, mezclados con los mas próximos daban imágenes espectaculares. Mas que imágenes parecían postales sacadas de la Naturaleza.
Aquel día no se llevó su mp3. Prefería oír el sonido de la propia Naturaleza. O el silencio.
Marchaba solo, con su mochila, en la que llevaba agua, bebidas isotónicas y barritas energéticas. También llevaba una goma, por si tenía que hacerse un torniquete. Algunas vendas. Esparadrapo. Desinfectantes. Y una pomada para los esguinces. Caminaba con mucho cuidado, despacio, asegurando la pisada antes de levantar el otro pié. Era una medianamente previsora y responsable.
Le faltaba aún un largo trecho para llegar al collado de La Aguja. Esta era un pétreo monolito de piedra que a modo de islote se hallaba junto a los acantilados, al pié de un alto collado de unos doscientos y pico metros de altitud junto a la mar.
Pero no llegaría al cuartel de Boletes, ni siquiera al collado de La Aguja. En uno de los descensos abruptos con mucha pendiente. Sin darse cuenta sucedió lo inevitable. Su pierna izquierda resbaló, mientras la derecha quedó retorcida. Escuchó un ruido como si una tela se hubiese roto. Era su muslo. El músculo se había distendido al quedar doblada la pierna cuando resbaló y cayó hacía atrás. Con el talón de su propio pié se había dado un golpe en la espalda a la altura de los riñones. Mientras sus costillas flotantes durante la genuflexión de la caída se le habían clavado en la zona del hígado. Quedó en esa postura unos segundos. Mientras su cerebro pensaba que de tener una rotura muscular después de dos horas de trayecto de monte muy difícil, yendo solo como iba, no podría volver por sus propios medios. Si tenía que pedir ayuda con su teléfono móvil, tal vez no tuviese cobertura. Y si la tenía, de allí solo podían evacuarlo en helicóptero. Si ello ocurría, le cobrarían el rescate a precio de oro. Él vivía con su modesta economía de supervivencia al día. No tendría para pagar rescates.
Poco a poco y con mucho cuidado no lastimarse mas fue haciendo un recuento de los efectos del percance. Pudo incorporarse. Le dolía mucho el músculo del muslo derecho. También el costado a la altura del hígado. Se habría roto algunas fibras musculares y se habría hundido alguna costilla flotante. Pero no era grave, si en caliente se echaba alguna crema contra los esguinces. Buscó desesperadamente la crema. No aparecía. Sin crema no podría volver. El dolor era terrible. Desalojó todo lo que llevaba en el bolsillo auxiliar de su mochila. Y por fín encontró la tan deseada crema anti-esguinces. Se bajó los pantalones. Se echó bastante crema. Masajeándose el músculo que le dolía. Se colocó dos rodilleras que llevaba en la mochila. Y se encomendó a la Providencia para salir de allí por su propio pié sin ayuda exterior. Comenzó a caminar. El primer trecho de la vuelta era un desnivel de unos cien metros abruptos y muy verticales. Menuda faena para su pierna jodida. Pero estaba vivo. Había tenido suerte de no romperse un hueso. Ni tampoco la cabeza. Con calma, con ayuda de su confianza en si mismo, comenzó el retorno.
Curiosamente, las dos horas que le ocupó llegar hasta allí estando sano, las convirtió en solo hora y media de retorno. No quería que se le enfriase la herida muscular. Tampoco que se le hiciese de noche. Llegó a las tres y media de la tarde, casi las cuatro.
Su pierna se había portado bien. Ahora quedaba otro obstáculo. Conducir. Debía hacer unos sesenta kilómetros o setenta conduciendo hasta llegar a su casa. Y el pié en el acelerador era un martirio. Pero aguantó.
Cuando llegó se comió un plato de paella hecha en el microondas el día anterior. Estaba mas buena que ayer. Repuso fuerzas. Se volvió a echar la crema para esguinces. Había comprado otro tubo de crema para tener reservas en una farmacia de guardia que encontró al paso. Solo costaba dos euros la crema. Tenía un nombre raro, algo así como flogoprofen. Bendita crema y bendita confianza en si mismo. Solo había conseguido salir de aquel trance.
Ahora tocaba descansar. Al poco tiempo sonó el teléfono. Era su amigo Borriquete. Lejos de importunarle el descanso, a él le parecía estupendo que alguien le llamase casi todos los días. Pues además de poder escuchar a su amigo Borriquete y enterarse de noticias relacionadas con la pesca submarina, poder hablar era señal de estar vivo.
Si nadie le llamase, tal vez podría pasar a engrosar las listas de estadísticas de personas que desaparecen y al cabo de mucho tiempo es cuando les echan de menos. Estaba de suerte, para eso tenía una amiga y un amigo. Respecto a él, esas desgraciadas estadísticas de personas solas que desaparecen y nadie les echa de menos, se iban a ir al garete. Bastante tenía con su mala racha de enfermedades y percances.
Miró fijamente recordando la estampa de aquella pieza de hierro oxidado. Era lo que quedaba de una antigua grúa que había en lo que antes era un pequeño embarcadero de las casas de pescadores de El Portús. Alguien había dejado unas flores y un lazo, atados a los restos de aquella grúa. Lo poco que quedaba de ella. Las flores parecían naturales. El oleaje las mantenía vivas.
Tal vez algún fallecido en aquella zona era recordado por sus seres queridos. Aquello tenía alma. El resto de la grúa oxidada era como una tumba. Una reliquia que albergaba un sentimiento convertido en ofrenda floral. El oleaje respetaba aquella ofrenda, mientras destrozaba las rocas que protegían las casas de pescadores. Antiguas casas de pescadores ahora remozadas y renovadas. Parecía como si la mar supiese respetar las ofrendas a los muertos.

viernes, 22 de enero de 2010

DE COMO ME HICE, SIN APENAS INGREDIENTES, UNA PAELLA AL MICROONDAS.


No disponía de caldo de pescado. Tampoco tenía mero, ni otro pescado apto para hacer una paella. Ni siquiera tenía calamares, ni almejas. Pero, disponía de unas gambas que había comprado para Noche Buena. Solo tenía que hacerme con unos mejillones frescos, unas rodajas de calamar y unas pastillas para hacer caldo de pescado, además necesitaba un pimiento fresco.
En la gran superficie compré los mejillones, las pastillas para hacer caldo de pescado, los calamares y el pimiento rojo.
Primero puse bajo el grifo, para limpiarlos, medio kilo de mejillones en una fuente y después lo metí al microondas durante cinco minutos para que se abrieran. Tiré el agua y quité las conchas y los pelos a los mejillones, dejándolos apartados junto con las gambas sin cabeza que después preparé descongelándolas.
Hice los sofritos en el microondas, empezando por echar aceite a una fuente llana, calenté el aceite en la fuente, durante unos dos minutos, antes de echar primero los ajos partidos, (a máxima potencia los tuve unos dos minutos), los saqué y metí en la fuente para sofreir la cebolla, el pimiento, los calamares, todo partido a trozos( lo tuve todo unos tres o cuatro minutos). Una vez sofrito todo lo aparté. Saqué del congelador las gambas de Navidad, y las metí al microondas para descongelarlas. Una vez descongeladas les quité las cabezas y las eché a un recipiente con un litro de agua en el que añadí dos pastillas de caldo de pescado. Metí el recipiente con el agua, las pastillas y las cabezas de gambas, todo en el microondas durante unos quince minutos para que hirviera bien. Después tiré las cabezas de las gambas y medí dos vasos del caldo, echándolos en la fuente llana y con cierta altura, en la que iba a realizar la paella. Añadí todos los sofritos y una lata de tomate frito pequeña. También añadí unos guisantes congelados. Y unos filamentos de azafrán. Lo único que quedaba por añadir eran las gambas, los mejillones y el atún de lata escurrido. Lo metí al microondas durante otros quince minutos para que el agua con los ingredientes hirviera y cogiera todos los sabores de los ingredientes antes de echar el arroz. Cuando estaba hirviendo, añadí un vaso de arroz y lo removí. Lo dejé todo hirviendo durante veinte minutos para que la paella se hiciese. Pero antes, en el mortero, hice un majado de perejil, ajos, limón y aceite, y con una cuchara se le fui echando al recipiente de la paella, parando el microondas y continuando después con el tiempo restante que faltaba. Cuando me faltaban unos nueve o diez minutos para completar los veinte, añadí las gambas, los mejillones, el atún y pimiento asado de lata hecho tiras.
Luego saqué la fuente del microondas dejándola reposar unos diez minutos. Me dí cuenta que le debía haber echado un pelín menos de caldo. La ración de caldo para hacer paella al microondas, se encuentra entre, una y media y dos veces la ración de arroz que le incorporemos. Teniendo en cuenta que, con una vaso de arroz habrá paella para tres personas, o paella para una persona durante tres días. La que nos sobre se puede congelar y descongelar cuando queramos comerla, solo tendremos que calentarla.
Estaba rica a pesar de no haber tenido mero, atúm o pescado fresco. Y tengo comida para dos días mas.

miércoles, 20 de enero de 2010

CUANDO RECONFORTA MALDECIR.












La mar había quedado calmada el fin de semana. No lo dudó, se calzó sus aletas y se metió a bucear. Ya se sentía bien de su constipado de nochevieja. No en vano había pasado quince días enfermo, con un dolor de garganta seco que hacía su voz irreconocible. Por fin, creía que todo había pasado.
El agua estaba turbia. No se veía nada. Se alejó de la costa nadando un kilómetro. El fondo estaba a siete u ocho metros. Bajó varias veces al fondo marino. Pero la mala visibilidad le impedía ver el fondo cuando estaba tocándolo con sus manos. La visibilidad era nula. Había mar de fondo. El agua estaba a 13 grados centígrados. Estuvo una hora y media bajando, intentando ver algún pez que se dejase capturar con su arpón. Pero no vio nada.
Decidió por fin salir del agua aburrido. No era el día adecuado. La mar era engañosa. Pero se dio cuenta, que el constipado no le había dejado secuelas. Podía bajar sin problemas de compensación, ni de senos ni de tímpanos. Por lo menos había comprobado que estaba curado. Eso pensaba él. Pero la mala racha le iba a enseñar algo distinto.
Cuando llegó a su casa, se duchó, comió, se acostó a descansar una hora. Y se marchó a la ciudad en busca de su amiga.
Aquella noche ya empezó a encontrarse mal. La garganta se le había quedado seca. Le dolía. Pero al día siguiente, los síntomas del constipado de garganta y moco, se hacía ver de forma alarmante. Si el domingo fue malo durante el día. La noche fue un infierno. La tos seca, perruna y convulsiva, no le dejó descansar. Al día siguiente fue al médico. Compró las medicinas que le había recetado. Ibuprofeno, y otros. Se tomó el primero, pero no los otros. Leyendo las indicaciones, se dió cuenta que los efectos perniciosos eran mayores que los beneficiosos. Con el Ibuprofeno sobraba.
Pasaron dos días, tres días de perros. La tos seca no remitía. La garganta le dolía. Sus cuerdas vocales estaban resentidas. Su voz no era su voz. Apenas podía hablar. La garganta la tenía irritada. Ya habían pasado veinte días desde el día de noche vieja. Y el constipado no se había largado. Se había hecho mas intenso, cuando él creía que ya estaba curado.
La maldita nochevieja, dio paso a un nuevo año, en el que su constipado campaba a sus anchas. Maldito constipado. Maldito seas mientras no te marches. Maldijo cien mil veces. Su voz sonaba ronca. Esperaba otra noche de perros, tosiendo sin parar. Sin descansar. Maldijo su constipado cien mil y una veces. Pero seguiría maldiciendo aquella facilidad para no erradicar la enfermedad. Una tras otra estaban ocasionando estragos en su organismo. Los medicamentos no combatían realmente las enfermedades, sino que estaban mermando sus defensas. Abriendo la puerta a nuevos virus, nuevas bacterias.
Ya esta bien, pensó. Solo quería estar sano y llevar una vida sana. Pero el nuevo año no le estaba ayudando en ello.

lunes, 4 de enero de 2010

LA MALDICIÓN DE LA MAR. LA MALDICIÓN DEL FUMADOR PASIVO.












La mar, en La Manga, aquellos días, estaba en calma, planchada, como nunca antes en mucho tiempo lo había estado. Él disponía de varios días de vacaciones por delante. Pero la maldición de un constipado, generado de resultas de las fiestas de Noche vieja, de nuevo le iba a impedir bucear aquellos días que le quedaban.
El ambiente de locales cerrados con aire acondicionado, donde una multitud de gente se reunía durante muchas horas de la madrugada, soltando humo de sus cigarrillos, hizo estragos en su organismo. La noche vieja sentenció con rotundidad la imposibilidad de poder practicar la pesca submarina los días que le restaban para acabar sus largas vacaciones.
Durante los primeros días de aquellas vacaciones, en que él se encontraba en perfectas condiciones físicas, la mala mar y el mal tiempo le jugaron la mala pasada de impedirle bucear la mayor parte de sus días de vacaciones previos a la Noche Vieja. Ahora, que estaba él enfermo, la mar estaba en perfectas condiciones.
Aquello mas bien parecía una burla del destino. Una maldición que le impedía disfrutar de sus vacaciones. No habían pasado ni siquiera un mes desde que tuvo que pasar casi tres meses sin poder bucear por culpa de una maldita alveolitis. Y ahora llega el constipado cogido en Noche Vieja y primero de año.
Mal empezaba el año 2010. Los idus de su mala racha se habían trasladado a la nueva década que acababa de comenzar.
No quería ser pesimista, pero pensaba que, o las cosas cambiaban o tendría que pedir el libro de reclamaciones a alguien.
Pensó que cuando llegasen las próximas vacaciones se metería en una burbuja de cristal para que ningún virus, ni bacteria pudiese mermar sus condiciones físicas y así poder disfrutar plenamente de sus días libres buceando.
A la mayoría de la gente le importaba un pimiento perder la salud fumando o soltando humo multitudinariamente en ambientes cerrados, en los que el aire acondicionado introducía a presión en los no fumadores todas las miasmas de los fumadores.
Maldita ley antitabaco, cuando llegue, si llega a prohibir fumar en los lugares públicos, para él ya sería tarde. Estaba echo una caca de la vaca. Maldecía su mala fortuna, la burla que el destino le deparaba.
Se vengaría de aquella faena pensó. Cuando lograse meter la cabeza bajo el agua ya no la sacaría. Bucearía días y días sin parar. Porque donde mas seguro, mas sano y menos riesgo existía para él solo podía ser bajo la mar. Esperaba que esta le fuese propicia.